martes, 3 de enero de 2017

Noche de Paz

Mi familia era el colmo de la contradicción, mis padres, a pesar de ser unos rojunos consumados, se entregaban con esmero a la celebración de la Navidad. En cuanto las calles de la ciudad se engalanaban de luces para recibir las fiestas, nosotros desempolvábamos los viejos adornos navideños y la casa se llenaba de brillantes espumillones y bolas multicolores.

El montaje del Belén siempre tenía un ritual previo: guardar el papel de plata de las tabletas de chocolate para dar vida al río y una visita al feria de Santa Lucía, un mercadillo navideño, a los pies de la catedral. Cada año comprábamos alguna figurilla nueva que incorporábamos al pesebre. Así nuestro Belén era una batiburrillo de elementos de diversas procedencias, medidas y materiales. Las joyas del pesebre eran la piezas más antiguas, las de terracota con un esmerado acabado. En el polo opuesto estaban las más recientes, de plástico, que si las miraban demasiado de cerca eran grotescas.

Mis hermanos y yo estábamos dispuestos a vivir simplemente una Navidad más, pues no éramos conscientes de los cambios que se estaban produciendo en el país.

Aquel año, mi padre trajo a casa a un compañero de la fábrica, un joven barbudo y greñudo, que iba a pasar unos día con nosotros (años más tarde supe que era un militante de Bandera Roja). Aquel año tuvimos que aguantar a aquel plasta mientras montábamos el pesebre y nos decía cosas como “la religión es el opio del pueblo” mientras acabábamos de poner al niño Jesús en su sitio o “el oro es el signo máximo de lo superfluo” mientras colocábamos un dorado espumillón. Así, entre cita y cita de Marx, una vez más conseguimos montar nuestro Belén y contemplamos orgullosos nuestra obra, mientras el melenudo nos miraba con desdén.

Y llegó Nochebuena, mi madre, como siempre, se esmeró con la cena y comimos más de lo que podíamos digerir, después, como era costumbre, fuimos a la misa del Gallo. Obviamente el barbudo nos acompañó de mala gana. Salimos de la iglesia de San Miguel, por las calles pavimentadas con adoquines del viejo barrio la gente iba tocando la pandereta y cantando villancicos. De pronto, mi padre saludó a don Andrés, un viejo conocido de la familia. Iba a acompañado de un corpulento y siniestro personaje.

- Míralo, en lugar de estar con su familia anda por ahí zanganeando – susurró mi madre.

Don Andrés no era santo de devoción para mi madre, siempre metido en mil proyectos que inexorablemente acaban siempre mal y además para acabarlo de rematar estaban sus tendencias políticas: era un requeté. Pero era amigo de juventud de mi padre y había que hacer de tripas corazón.

- Venid a casa a tomar algo – invitó mi padre.

Así que volvimos a casa con aquellos dos nuevos invitados, por el camino, el hombretón que acompañaba a don Andrés miraba de reojo al melenudo. Entramos en casa y el oscuro personaje habló por primera vez al ver el Belén.

- Da gusto entrar en una casa de buenos cristianos – dijo.

Mi madre, carraspeó, lanzó un mirada de reproche a mi padre, se quitó el abrigo y ofreció algo de beber. Mi padre inquieto miró al joven barbudo como implorando que no abriera la boca y soltase una de sus citas revolucionarias.

Sentados alrededor de la mesa en el pequeño comedor, los pequeños comíamos turrones y polvorones y los vasos de los mayores se vaciaban con inquietante facilidad. Mi madre observaba preocupada la situación y temía que con unas copas de más todo iría de mal a peor.

Y llegó el momento temido, y empezaron a hablar de política. Bueno, más que una conversación fue un monólogo protagonizado por aquel señor corpulento que se volvía más locuaz a cada copa que bebía.

Mi madre comentó que estaba cansada, era una educada invitación a acabar con aquel jolgorio. Mi padre sacó una botella de cava para hacer un último brindis, y cómo de costumbre construyó una de sus absurdas pirámides de copas donde el cava caía graciosamente desde la cima hasta la base.

- ¡Tanta manifestación, tanta manifestación...este país se está yendo a la mierda! - chilló el señor corpulento que estaba cada vez más excitado.

Mientras el barbudo tenía los ojos inyectados en sangre por la indignación.

- Los tiempos cambian – se atrevió a decir tímidamente.

- Suerte que estamos nosotros para mantener el orden – respondió enérgicamente mientras sacaba una pistola de un bolsillo y fanfarroneaba de sus hazañas.

Mi madre estaba lívida, mi padre se había quedado petrificado con la botella de cava en sus manos y el melenudo temblaba. Mis hermanos y yo mirábamos atónitos a aquel hombre con una pistola en la mano. Por un momento el tiempo pareció detenerse, desde la calle llegaba la melodía de un villancico: Noche de paz, noche de amor... De pronto, sonó un disparo y el tiro fue a dar a la lampara de araña que se desplomó sobre la mesa aplastado la torre de copas con un gran estruendo. Una lluvia de cava y cristales cayó sobre nosotros, pero resultamos milagrosamente ilesos. Un silencio sepulcral reinó después del accidente. 
- ¿Alguien quiere café ?– dijo por fin mi madre con voz entrecortada.

¿Alguien quiere café? ¿Se puede hacer un comentario más absurdo ante semejante situación? mi madre nerviosa intentó sacar hierro al momento de tensión con aquel loco con una pistola humeante en la mano.

- Discúlpeme señora, ha sido una accidente. Ya me dirá lo que vale la reparación – dijo aquel descerebrado mientras se levantaba y con paso vacilante se marchaba hacia la calle junto a don Andrés.


Mi madre cerró rápidamente la puerta, respiró aliviada y se echó a llorar. El misterioso personaje nunca volvió para pagar la lámpara destrozada, ni falta que hacía. Aquella noche la vida me dio una gran lección: nunca hables de política en Navidad.