Mi familia era el colmo de la
contradicción, mis padres, a pesar de ser unos rojunos consumados,
se entregaban con esmero a la celebración de la Navidad. En cuanto
las calles de la ciudad se engalanaban de luces para recibir las
fiestas, nosotros desempolvábamos los viejos adornos navideños y
la casa se llenaba de brillantes espumillones y bolas multicolores.
El montaje del Belén siempre tenía un
ritual previo: guardar el papel de plata de las tabletas de chocolate
para dar vida al río y una visita al feria de Santa Lucía, un
mercadillo navideño, a los pies de la catedral. Cada año
comprábamos alguna figurilla nueva que incorporábamos al pesebre.
Así nuestro Belén era una batiburrillo de elementos de diversas
procedencias, medidas y materiales. Las joyas del pesebre eran la
piezas más antiguas, las de terracota con un esmerado acabado. En el
polo opuesto estaban las más recientes, de plástico, que si las
miraban demasiado de cerca eran grotescas.
Mis hermanos y yo estábamos dispuestos
a vivir simplemente una Navidad más, pues no éramos conscientes de
los cambios que se estaban produciendo en el país.
Aquel año, mi padre trajo a casa a un
compañero de la fábrica, un joven barbudo y greñudo, que iba a
pasar unos día con nosotros (años más tarde supe que era un
militante de Bandera Roja). Aquel año tuvimos que aguantar a aquel
plasta mientras montábamos el pesebre y nos decía cosas como “la
religión es el opio del pueblo” mientras acabábamos de poner al
niño Jesús en su sitio o “el oro es el signo máximo de lo
superfluo” mientras colocábamos un dorado espumillón. Así, entre
cita y cita de Marx, una vez más conseguimos montar nuestro Belén y
contemplamos orgullosos nuestra obra, mientras el melenudo nos miraba
con desdén.
Y llegó Nochebuena, mi madre, como
siempre, se esmeró con la cena y comimos más de lo que podíamos
digerir, después, como era costumbre, fuimos a la misa del Gallo.
Obviamente el barbudo nos acompañó de mala gana. Salimos de la
iglesia de San Miguel, por las calles pavimentadas con adoquines del
viejo barrio la gente iba tocando la pandereta y cantando
villancicos. De pronto, mi padre saludó a don Andrés, un viejo
conocido de la familia. Iba a acompañado de un corpulento y
siniestro personaje.
- Míralo, en lugar de estar con su
familia anda por ahí zanganeando – susurró mi madre.
Don Andrés no era santo de devoción
para mi madre, siempre metido en mil proyectos que inexorablemente
acaban siempre mal y además para acabarlo de rematar estaban sus
tendencias políticas: era un requeté. Pero era amigo de juventud de
mi padre y había que hacer de tripas corazón.
- Venid a casa a tomar algo –
invitó mi padre.
Así que volvimos a casa con aquellos
dos nuevos invitados, por el camino, el hombretón que acompañaba a
don Andrés miraba de reojo al melenudo. Entramos en casa y el oscuro
personaje habló por primera vez al ver el Belén.
- Da gusto entrar en una casa de
buenos cristianos – dijo.
Mi madre, carraspeó, lanzó un mirada
de reproche a mi padre, se quitó el abrigo y ofreció algo de beber.
Mi padre inquieto miró al joven barbudo como implorando que no
abriera la boca y soltase una de sus citas revolucionarias.
Sentados alrededor de la mesa en el
pequeño comedor, los pequeños comíamos turrones y polvorones y
los vasos de los mayores se vaciaban con inquietante facilidad. Mi
madre observaba preocupada la situación y temía que con unas copas
de más todo iría de mal a peor.
Y llegó el momento temido, y empezaron
a hablar de política. Bueno, más que una conversación fue un
monólogo protagonizado por aquel señor corpulento que se volvía
más locuaz a cada copa que bebía.
Mi madre comentó que estaba cansada,
era una educada invitación a acabar con aquel jolgorio. Mi padre
sacó una botella de cava para hacer un último brindis, y cómo de
costumbre construyó una de sus absurdas pirámides de copas donde el
cava caía graciosamente desde la cima hasta la base.
- ¡Tanta manifestación, tanta
manifestación...este país se está yendo a la mierda! - chilló el
señor corpulento que estaba cada vez más excitado.
Mientras el barbudo tenía los ojos
inyectados en sangre por la indignación.
- Los tiempos cambian – se atrevió
a decir tímidamente.
- Suerte que estamos nosotros para
mantener el orden – respondió enérgicamente mientras sacaba una
pistola de un bolsillo y fanfarroneaba de sus hazañas.
Mi madre estaba lívida, mi padre se
había quedado petrificado con la botella de cava en sus manos y el
melenudo temblaba. Mis hermanos y yo mirábamos atónitos a aquel
hombre con una pistola en la mano. Por un momento el tiempo pareció
detenerse, desde la calle llegaba la melodía de un villancico: Noche
de paz, noche de amor... De pronto, sonó un disparo y el tiro
fue a dar a la lampara de araña que se desplomó sobre la mesa
aplastado la torre de copas con un gran estruendo. Una lluvia de cava
y cristales cayó sobre nosotros, pero resultamos milagrosamente
ilesos. Un silencio sepulcral reinó después del accidente.
- ¿Alguien quiere café ?– dijo
por fin mi madre con voz entrecortada.
¿Alguien quiere café? ¿Se puede
hacer un comentario más absurdo ante semejante situación? mi madre
nerviosa intentó sacar hierro al momento de tensión con aquel loco
con una pistola humeante en la mano.
- Discúlpeme señora, ha sido una
accidente. Ya me dirá lo que vale la reparación – dijo aquel
descerebrado mientras se levantaba y con paso vacilante se marchaba
hacia la calle junto a don Andrés.
Mi madre cerró rápidamente la
puerta, respiró aliviada y se echó a llorar. El misterioso
personaje nunca volvió para pagar la lámpara destrozada, ni falta
que hacía. Aquella noche la vida me dio una gran lección: nunca
hables de política en Navidad.