viernes, 15 de julio de 2016

El fantasma del agua


Desde su piso se oía el bullicio de la calle, el mercado quedaba cerca y las mujer con sus capazos iban y venían de la compra en una soleada mañana de sábado.
El niño desayunaba silenciosamente y mientras tanto su tía, en un rincón del comedor, preparaba un barreño con ropa. Él, estaba en su silla la miraba, sus largos cabellos negros recogidos en una trenza brillante siempre le habían gustado. Se movía ágil, y de pronto, sus ojos marrones se posaron un momento sobre él.



- ¿Has terminado de desayunar? - le dijo ella dulcemente.
- Sí – contestó él, apurando el último sorbo del colacao.
- Quieres venir conmigo al Lavadero?
- Sí

Ella le lavó la cara y le peinó. La tía se colocó el barreño a un lado de la cadera, y mientras los demás todavía dormían, salieron hacia el lavadero.

Detrás de la iglesia barroca del barrio, con su gran cruz de piedra recortándose contra el cielo, se abría un pequeño callejón. Era allí donde se situaba el lavadero.

- ¿ Es verdad lo que cuentan? - preguntó el niño inquieto.
- ¿ Qué cuentan?- interrogó a su vez la tía.
-  Que aquí, hace muchos años,  había un cementerio.
- No lo sé.
- Dicen que sí, que antiguamente aquí, detrás de la iglesia, había un cementerio.
- Bueno, a veces, junto a las iglesias hay cementerios. No sé si aquí hubo uno, pero si lo hubo debió ser hace mucho tiempo*.
- ¿ Y no habrá fantasmas por aquí?
- ¿ Quién te cuenta todas esas tonterías?
-  Mis amigos – respondió él.
- No hagas caso de esas bobadas – le cortó ella.

Empujaron la puerta verde, de cristales sucios, por la que se entraba a los lavaderos. La tía saludó al hombre que llevaba el negocio, estaba sentado en un rincón rodeado de pastillas de jabón y botellas de lejía, tenía un aspecto descuidado, vestía ropa vieja raída y lucía una expresión de indiferencia en su cara.

El niño comenzó a corretear por el suelo mojado entre los lavaderos mientras su tía compraba jabón.

- No corras que te caerás – le advirtió ella.

La claridad de la mañana entraba por unos grandes tragaluces bajos los cuales estaban las grandes pilas llenas de agua.

A un lado, había un grupo de andaluzas que reían y chillaban. En la parte de la gran pila donde estaban lavando, restregando la ropa contra la piedra, un montón de espuma flotaba en el agua gris.
El pequeño se abalanzó sobre el borde húmedo, la espuma le fascinaba.

- Ven, te vas a mojar si te arrimas así – le recriminó la tía.

Él se acercó junto a su tía. Una señora se situó junto a ellos y también empezó a lavar, mirando con cara de pocos amigos al grupo de andaluzas.

- ¡Ay Dios! Estos andaluces sólo vienen aquí a quitarnos el pan de la boca - dijo agriamente con marcado acento catalán.

La tía ignoró los comentarios de aquella señora y empezó a cantar una de esas canciones que había aprendido escuchando la radio: muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perlas...
El niño, rápidamente se sentó en el borde de la pila y se quedó embelesado mirándola.

Después, volvió a fijar su interés en las aguas del lavadero, y mientras veía su cara reflejada en la superficie, pensó: ¿Habría allí abajo alguna tumba? De pronto, observó que otro niño le sonreía desde el agua y se llevó un buen susto. Rápidamente comprobó que se trataba de otro niño que se había situado a su lado.

El otro niño, venía con el grupo de las andaluzas, tenía un aspecto desaliñado y su pelo castaño claro enmarañado.

-Hola, me llamo Antonio – dijo sonriendo el recién llegado.
- Vaya susto me has dado! Pensaba que eras un fantasma – contestó el niño.
- A lo mejó zi que zoy un fantasma – le respondió con un gracioso acento andaluz.
- Hablas raro, ¿De dónde eres?
- De un pueblecito de Graná, y no hablo raro es que hablo otro idioma, el andaluz.
- ¿Y por qué habéis venido aquí?
- Una riá destruyó nuestro pueblo, mi familia y yo cazi morimos ahogaos.

Una de las andaluzas, lo llamó: Antoñito, ven acapacá que nos vamos ya.

-Adiós amigo – se despidió.
- Adiós – le contestó el niño mientras veía como se alejaba tristemente.


Muchos años después pensó, que si una riada había destruido la casa y la vida de aquel niño, y había obligado a toda su familia a emigrar a aquella gran ciudad que acabó devorándolos, realmente aquel día había visto un fantasma.
Donde habita el recuerdo
Barcelona, diciembre de 1989 / julio de  2016

*Nota del autor: La existencia de este cementerio parroquial detrás de la iglesia de Sant Miquel del Port era algo que había pervivido en la memoria popular del barrio y que finalmente he podido verificar en el libro La Barceloneta (1897, reeditado en 1921) del cronista del barrio, Avelino Guitert de Cubas. De hecho, la actual calle de Andrea Doria, antes de llamarse calle Alegría, se llamó calle del Cementerio. El cementerio estuvo en funcionamiento hasta el año 1819.