Otra vez salía llorando de la
residencia donde estaba ingresada su abuela Inés. A Ana se le partía
el corazón cada vez que iba a verla, aquella mujer que un día fue
tan vital ahora se había convertido en casi un vegetal. Le dolía el
alma cada vez que su abuela la miraba como a una extraña sin
reconocerla. Últimamente apenas hablaba y muchas veces decía cosas
inconexas. Ana había pasado un rato en aquel cuarto frío como una
habitación de hospital, haciendo compañía a su abuela, que aquella
tarde le había dado por recitar como una letanía <el cuaderno
rojo, el cuaderno rojo...>
Ana, secándose las lágrimas se
dirigió hacia el metro.
Aquella noche a Ana le costó dormirse,
pero finalmente calló en un profundo sueño y su mente volvió a la
infancia que es el tiempo de los sueños. Le encantaba cuando su
madre la llevaba a casa de los abuelos, nada más entrar iba
corriendo a dar un beso a su abuela que la más de las veces la
encontraba en la cocina. Su abuela Inés tenía buena mano para la cocina y
sobre todo era un artista de la repostería. Siempre la sorprendía
en medio de la preparación de algún pastel o alguna tarta con su
toque especial, y siempre le quedaba todo delicioso.
- Un día todas mis recetas secretas serán para ti – le decía cariñosamente su abuela.
Y parece ser que Inés se tomaba en
serio este tema de la herencia gastronómica, porque iba apuntando
religiosamente todas sus recetas en un precioso cuaderno de tapa dura, forrado de tela roja. A Ana le encantaba observar a su abuela
escribiendo con aquella pulcra caligrafía, apuntando ingredientes,
cantidades y procedimientos.
Sonó el despertador, otro lunes gris y
sombrío, toca levantarse para ir a trabajar. Su marido todavía
durmió un poco más. Cuando José, su marido, acabó por
levantarse, ella ya llevaba un buen rato levantada, se había
duchado, secado el pelo, hecho el desayuno y estaba dispuesta para
salir, perfectamente vestida y maquillada. Cuando salieron juntos por
la puerta, él llevaba como siempre su habitual aspecto desaliñado.
Bajaron los dos en silencio en el ascensor porque no tenían nada que
decirse.
- ¡ El cuaderno rojo! - recordó entonces Ana mientras reflexionaba sobre el sueño de aquella noche.
Al volver del trabajo pasó por casa
de su madre y le pidió las llaves del viejo piso de los abuelos.
Al entrar notó un fuerte olor, el piso
llevaba mucho tiempo cerrado. Allí petrificados estaban los
recuerdos de toda una vida. Estuvo rebuscando un buen rato y a final
dio con él, allí tenía entre sus manos el cuaderno rojo de las
recetas, aquel pequeño tesoro era suyo porque así se lo había
dicho su abuela hace muchos años.
Aquella semana, Ana hizo acopio de
harina, azúcar, huevos, leche, levadura, chocolate, naranjas y
esencias varias, y en su poco tiempo libre estuvo practicando con
aquellas recetas, estaba dispuesta a sorprender a su abuela con un
buen pastel. Era su pequeña venganza contra la crueldad del olvido.
Al siguiente domingo, se presentó en
la residencia con el pastel de chocolate y naranja, nada más verlo
su Inés sonrió. Hacía mucho tiempo que no la veía sonreír, a Ana
le dio un vuelco el corazón. Amorosamente cortó unas raciones para
su abuela, su compañera de habitación y para ella misma. Las
ancianas manos temblorosas cogieron el pedazo de pastel y con la
glotonería de un niño empezó a comérselo. De pronto, la mirada de
Ana se topo con los nítidos ojos azules de su abuela iluminados por
un destello de lucidez, como si un trocito de aquella alma que un día
habitó aquel decrépito cuerpo hubiera vuelto por un breve instante.
Ana sintió un escalofrío de satisfacción.
- Tanto dulce no les conviene – le regañó una de las cuidadoras.
- Tanto dulce, no les conviene... que absurdo – pensó Ana
Aquel día, por primera vez, mientras
abandonaba la residencia, Ana no lloró después de ver a su abuela.
- Dijera, lo que dijera la cuidadora, pensaba volver el próximo domingo con otro pastel, podría probar con la receta de pastel de chocolate blanco y regaliz– decidió mientras caminaba con paso alegre hacía el metro.
12 de octubre de 2016